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Tres caballeros de la diócesis de Lyón y burgo de Donzy (2), se comprometieron a visitar a Santiago apóstol en tierras de Galicia para hacer oración y partieron. En el camino de la misma peregrinación encontraron a una mujer que llevaba en un saquito lo necesario para sí. Al ver a los caballeros les rogó que se compadeciesen de ella y le llevasen el hatillo en sus cabalgaduras, por amor del santo Apóstol, aliviándole el trabajo de tan largo camino. Y uno de ellos, accediendo a la petición de la peregrina, recogióle el morral y se lo llevaba. Luego, al llegar la noche, la mujer, que seguía a los caballeros, tomaba del hatillo lo que necesitaba y, al cantar los primeros gallos, entregaba el saquito al caballero, y así, expedita, caminaba más contenta. De este modo el caballero, prestando un servicio a la mujer por amor del Apóstol, se apresuraba hacia el deseado lugar de oración.
Pero cuando estaban a doce jornadas de la ciudad de Santiago halló en el camino a un pobre enfermo, que dió en pedirle que le cediera el caballo para montar y poder llegar hasta Santiago. De otro modo moriría en el camino, ya que no podía andar. Consintió el caballero, apeóse del caballo, acomodó en él al mendigo y tomó en la mano el bordón de éste, llevando también al hombro el hatillo de la mujer. Mas cuando así marchaba, agobiado por el excesivo ardor del sol y el cansancio del largo camino, empezó a sentirse enfermo. Al sentirse así, considerando que en muchas cosas y muchas veces había faltado mucho, soportó ecuánime la molestia por amor del Apóstol yendo a pie hasta su sepulcro. Allí, después de suplicarle y de tomar hospedaje, se acostó con aquella indisposición que había cogido en el camino, y por algunos días continuó agravándose su enfermedad. Y viendo esto los otros caballeros, compañeros suyos, se acercarón a él y le recomendaron que confesase sus pecados y procurase pedir lo que importa al cristiano y se apresurase a preparar su fin.
Al oír esto volvió la cara y no pudo responder. Y así estuvo tres días sin decir palabra, por lo que sus compañeros se afligieron con pena muy honda, primero, porque desesperaban de su salvación, y más aún porque no podían procurar remedio a su alma. Mas cierto día, cuando pensaban que iba a exhalar ya su espíritu, estando ellos sentados alrededor aguardando su muerte, suspiró profundamente y rompió a hablar diciendo: Doy gracias a Dios y a Santiago mi señor, porque ha quedado libre. Y al preguntar los presentes qué quería decir, agregó: Desde que sentí que se me agravaba la enfermedad, empecé a pensar para mí calladamente en confesar mis pecados, recibir la santa unción y fortificarme recibiendo el cuerpo del Señor. Pero mientras acordaba esto en silencio, vino de repente sobre mí una multitud de negros espíritus que me dominó hasta el punto de no poder indicar desde aquel momento, ni con palabras ni por señas, lo que tocaba a mi salvación. Yo bien entendía lo que decíais, mas de ningún modo podía responder. Pues los demonios que habían acudido, me apretaban unos la lengua, otros me cerraban los ojos y también algunos me volvían la cabeza y el cuerpo de acá para allá a su capricho, aunque yo no quisiera.
Pero, ahora, poco antes de que yo empezase a hablar, entró aquí Santiago trayendo en la mano izquierda el hatillo que yo cogí en el camino, de la mujer, y en la derecha, el bordón del mendigo que yo traje mientras éste cabalgaba en mi caballo el mismo día en que me agarró la enfermedad. Tenía el bordón por lanza y el hatillo por escudo de armas. Y viniendo enseguida hacía mí, como indignado y furioso, intentó alzar el bordón y pegar a los demonios que me tenían sujeto. Mas ellos huyeron aterrados y, persiguiéndolos hizo que salieran de aquí por aquel rincón. Y he aquí que por el favor de Dios y de Santiago, libre de ellos, que me oprimían y vejaban, puedo hablar. Pero mandad aprisa por un sacerdote que me dé el viático de la sagrada comunión, porque no se me permite permanecer por más tiempo en esta vida.
Y como hubiesen enviado, mientras aguardaba a que viniera, aconsejó públicamente a uno de sus compañeros diciéndole: Amigo, no sirvas más a tu señor Girinio Calvo (3), a quien hasta aquí has seguido, pues verdaderamente está condenado y pronto morirá de mala muerte. Y que esto era así lo probó la realidad de los hechos. Porque después que aquel peregrino descansó en una buena muerte y fue llevado a la sepultura, habiendo regresado los compañeros y contado lo ocurrido, el mencionado Girino, apellidado Calvo, que era un hombre rico, tuvo su relato por un sueño y no se enmendó de su maldad en cosa alguna. Y no muchos días después aconteció que al matar a un caballero atacándole con sus armas, pereció también él mismo traspasado por la lanza de aquél. Sea, pues el honor y la gloria para el Rey de reyes, Nuestro Señor Jesucristo, por los siglos de los siglos. Así sea.