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En el año mil ciento siete de la encarnación del Señor, cierto mercader, queriendo ir a una feria con sus mercaderías, acudió al señor de aquella comarca a donde pensaba ir, que casualmente había llegado a la ciudad en que vivía el mercader, a pedirle y rogarle que le llevase consigo a aquella feria y le trajese salvo a su casa. El señor, accediendo a su petición, le prometió que lo haría y le dio palabra de honor. El mercader fiando, pues, en la palabra de hombre tan distinguido, marchó con sus mercancías a aquella tierra donde se celebraba la feria. Más luego que aquel que le había empeñado su palabra de guardarle a él con sus bienes y de llevarle y traerle salvo las vió, instigado por el demonio, cogió al mercader con sus cosas y le encerró en una cárcel fuertemente atado.
Pero éste trajo a la memoria innumerables milagros de Santiago, que había oído a muchos, y le llamó en su auxilio diciendo: Santiago, líbrame de esta cárcel y prometo darme a ti con mis bienes. Santiago, habiendo escuchado sus gemidos y súplicas, se le apareció una noche en la cárcel, estando todavía despiertos los guardianes, y le mandó que se levantase y le condujo hasta lo alto de una torre. Esta se inclinó tanto que se le vio poner su cima en tierra. Y apartándose de ella sin salto ni daño, el mercader marchó libre de ataduras. Los guardianes llegaron cerca de él persiguiéndole, y no hallándole volvieron atrás ofuscados. Pero las cadenas con que había estado sujeto las llevó consigo a la basílica del santo Apóstol Galicia, y hasta hoy, en testimonio de tan grande hecho, están colgadas delante del altar del gloriosísimo Santiago. Sea por ello para el Supremo Rey el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Así sea.