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Pero hemos de referir qué gran ejemplo se dignó mostrarnos entonces el Señor a todos nosotros, acerca de los que injustamente retienen las limosnas de los difuntos.
Estando acampado el ejército de Carlomagno en Bayona, ciudad de los vascos, cierto caballero llamado Romarico, que se hallaba muy enfermo y a punto de morir, tras recibir de un sacerdote la absolución y la Eucaristía, ordenó a un pariente suyo que vendiese el caballo que tenía y que distribuyese su precio a los clérigos y a los pobres. Y a su muerte, aquel pariente, estimulado por la codicia, vendió el caballo en cien sueldos (1), y gastó el precio velozmente en comida, bebida y vestidos.
Pero como los castigos del divino Juez suelen seguir de cerca a las malas acciones, una noche, pasados treinta días, se le apareció en sueños el difunto y le dijo:
- Puesto que te encomendé todas mis cosas para que las dieses en limosna por la redención de mi alma, sábete que todos mis pecados me han sido perdonados ante Dios; pero como retuviste injustamente mi limosna, entiende que he padecido durante treinta días las penas infernales; y sabe, pues, que mañana serás colocado tú en el mismo lugar del infierno de donde yo he salido, y yo me sentaré en el paraíso.
Y dicho esto, desapareció el difunto, y el vivo despertó temblando. Y como a la mañana temprano estuviese contando a todos cuanto había oído, y todo el ejército comentando tan singular hecho, se oyeron de pronto en el aire, sobre él, unos gritos como rugidos de leones, de lobos y de bueyes, y enseguida fue arrebatado vivo y sano por los demonios en medio de los circunstantes, con aquellos mismos alaridos. ¿ Y qué más? Se le buscó durante cuatro días a través de montes y valles por infantes y jinetes, y no se le encontró en parte alguna. Finalmente, cuando doce días mas tarde caminaba nuestro ejército por la desierta tierra de Navarra y Alava, encontró su cuerpo exánime y despedazado en lo alto de un risco, cuya falda se encontraba a tres leguas del mar y distaba de la citada ciudad cuatro jornadas. Los demonios, pues, habían arrojado allí su cuerpo y habían arrastrado su alma a los infiernos. Por lo cual sepan los que retienen injustamente las limosnas de los difuntos encomendadas a ellos para su reparto, que serán castigados eternamente.
(1) El sueldo fué una moneda de oro en Roma y Bizancio, y, en diferentes estados medievales, de plata. Carlomagno lo creó como unidad de cuenta, suma de doce dineros de vellón.