|
||
Anterior | Siguiente |
Lección del Santo Evangelio según San Mateo. En aquel tiempo, andando Jesús junto al mar de Galilea, vio a los dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y a Andrés, su hermano, que echaban las redes al mar. Y les dijo: Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres, y ellos, dejando sus redes inmediatamente, les siguieron, etc.
Homilía de San Gregorio papa sobre esta Lección. Habéis oído, carísimos hermanos, que a la voz del solo mandato Pedro y Andrés, dejando las redes, siguieron al Redentor. Aún no habían visto a Este hacer ningún milagro, nada le habían oído del premio de la eterna recompensa, y sin embargo, a un solo mandato del Señor abandonaron todo lo que poseían. ¿Cuántos milagros vemos nosotros, cuántas pruebas nos manda el Señor, con cuántas amenazas se nos aterroriza y, no obstante, despreciamos el seguir nuestra vocación?. Ya sometió el cuello de las naciones al yugo de la fe, ya echó por tierra la gloria del mundo, ya sus ruinas amenazantes anuncian la proximidad de su estrecho juicio, y, sin embargo, nuestro corazón soberbio no quiere voluntariamente dejar lo que contra su voluntad pierde cada día. ¿Qué, pues, hermanos amadísimos, qué diremos en el día del juicio los que ni por los preceptos nos apartamos del amor del siglo presente ni por los castigos nos enmendamos?.
Mas quizá alguien diga en tácitos pensamientos consigo mismo: A la voz del Señor, estos dos pescadores, ¿qué y cuánto dejaron, si apenas nada tenían?. Mas en esto, hermanos amadísimos, más debemos considerar el afecto que el caudal. Mucho deja quien nada retiene para sí, mucho deja el que, aunque poco, todo lo abandona. Ciertamente, nosotros lo que tenemos lo poseemos con gran apego, y lo que no poseemos lo buscamos con ambición. Por lo tanto, mucho dejaron Pedro y Andrés al dejar uno y otro los deseos de tener. Mucho abandona quien renuncia con sus posesiones a todas las apetencias. Los que le siguieron (a Cristo) tantos bienes abandonaron como en el caso de no haberle seguido pudieron desear. Por tanto, que nadie diga para consigo mismo cuando ve que algunos dejan muchos bienes: Quiero imitar a estos que desprecian el mundo, pero yo no tengo nada que dejar. Pues, hermanos, abandonáis muchos bienes si renunciáis a los deseos terrenos. Nuestros bienes exteriores, aunque pocos, bastan para el Señor. Pues pesa el corazón y no el dinero, y no calcula qué cantidad se le ha ofrecido en sacrificio, sino de cuánto. Pues si consideramos el valor externo, he aquí que estos santos negociantes nuestros han adquirido la vida perpetua de los ángeles por el precio de las redes y de la nave. Pues el hombre no estima dicho valor, sin embargo, el Reino de Dios vale todo lo que se posee. Valió, pues, a Zaqueo (1) el dar la mitad de sus riquezas, pues la otra mitad las reservó para restituir el cuádruplo de lo que injustamente había quitado. Valió a Pedro y Andrés el abandonar las redes y la nave. Valieron a la viuda aquellas dos monedas (2) y vale para otros una copa de agua fría. El Reino de Dios, por tanto, como dijimos, vale lo que tenemos.
Pensad, pues, hermanos, con qué insignificancia se compra y cuán estimable es su posesión. Mas, aunque tal vez no poseamos ni siquiera una copa de agua fría para dar al indigente, sin embargo aún en este caso nos dan seguridad las palabras divinas. El nacimiento del Redentor lo manifestaron los ciudadanos del cielo al clamar: "Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad". Pues ante los ojos de Dios nunca está vacía de obsequios nuestra mano, con tal de que el arca del corazón esté repleta de buena voluntad. Por lo cual dice el Salmista: "En mí están, Dios, tus votos, que te pagaré con alabanzas". Como si dijera abiertamente: Aunque no tengo bienes exteriores que ofrecerte, dentro de mí mismo, sin embargo, encuentro algo que inmolo en el altar de tu alabanza. Porque tú, que no te alimentas de nuestros dones, te aplacas mejor con la ofrenda del corazón. Ninguna ofrenda es más rica para Dios que la buena voluntad. Es buena voluntad temer las desgracias de los demás como las nuestras y gozarnos de la prosperidad del prójimo, como de nuestro provecho. Considerar como nuestras las pérdidas y ganancias del prójimo, amar al amigo, no por el mundo, sino por Dios, y al enemigo soportarlo por el mismo amor. No hacer a nadie lo que tú no quieras sufrir, no negar a nadie lo que tú deseas justamente que se te conceda. Socorrer en proporción a los propios recursos las necesidades del prójimo, mas desear aún favorecerle sobrepasando nuestras fuerzas. ¿Qué hay de más valor que este holocausto?. Cuando el hombre se inmola en el ara de su corazón y el alma se sacrifica a sí misma.
Mas este sacrificio de la buena voluntad nunca se completa a no ser que el afecto a las cosas de este mundo se abandone totalmente, pues todo lo que deseamos en él se lo envidiamos sin duda a nuestros prójimos. Porque parece que nos falta a nosotros lo que otro tiene. Y puesto que la envidia está siempre en desacuerdo con la buena voluntad, cuando ésta se apodera de nuestro corazón aquélla desaparece. Por lo cual los santos predicadores, para poder amar perfectamente a sus prójimos, desearon no amar nada en este mundo, no apetecer nada jamás, no poseer nada con ambición. A los cuales viendo Isaías dijo: "¿Quiénes son esos que vuelan como las nubes y como palomas a sus ventanas?". Pues los vió despreciar las cosas terrenas, allegarse con su corazón a las celestiales, llover con sus palabras, brillar con sus milagros. Y porque la santa predicción y su vida sublime los ha elevado sobre las miserias terrenas, los llama nubes que vuelan. Las ventanas son nuestros ojos, porque por ellos el alma ve lo que desea exteriormente. La paloma es un sencillo animal ajeno a la hiel de la malicia. Como palomas, pues, están a sus ventanas, porque nada desean en este mundo, porque todo lo miran desinteresadamente y no son atraídas por el deseo de apoderarse de lo que ven. Mas, por el contrario, el milano y las demás aves que no son palomas están a sus ventanas anhelantes, con el deseo de rapiñar de lo que ven con los ojos.
Puesto que, hermanos amadísimos, celebramos la fiesta de Santiago Apóstol, debemos imitar lo que adoramos. Demuestre el obsequio de nuestra devoción el perseverante entusiasmo de la mente, despreciemos las cosas terrenas, dejando las temporales, consigamos las eternas. Si aún no podemos dejar los bienes propios, por lo menos, no apetezcamos los ajenos. Si aún nuestro corazón no está inflamado del fuego de la caridad, tenga en su ambición el freno del temor; para que creciendo por los pasos del provecho propio, conteniéndose de ambicionar lo ajeno, llegue alguna vez a despreciar los propios bienes. Lo cual se digne concedernos Aquel cuyo reino e imperio permanece hasta el fin por los siglos de los siglos. Amén.