|
||
Anterior | Siguiente |
Alegrémonos en el Señor, hermanos amadísimos, y con los debidos honores celebremos la festividad del bienaventurado Santiago. Pues a nosotros, por la divina gracia, se nos ha dado, como Patrono, en lo espiritual, aquel a quien el mundo entero venera.
¿Quién puede haber en todo el mundo, sin merecer el reproche de obstinado desprecio de los favores divinos, que no desee ampararse en el patrocinio de Santiago?. Para visitarle, pues, desde todas las partes del mundo, a través de las breñas de los montes, por delante de las guaridas de los ladrones, a pesar de los frecuentes asaltos de los bandidos y de las estafas de que son víctimas en los albergues, gran cantidad de peregrinos afluye incesantemente a Galicia. Nada más natural, que todos veneren en la tierra al que, por haber brillado en todas las virtudes, Dios ha glorificado en los cielos. Este es el adalid de Cristo, que habiendo gustado de las dulzuras de la resurrección en el monte (Tabor), como buen portaestandarte, se lanza el primero al combate. No le aparta de la fe la ciega obstinación de los judíos, ni le detiene en la carrera del bien la crueldad de Herodes. De las tres columnas de la Iglesia que menciona San Pablo en su Epístola a los Gálatas, ésta es una y no por cierto la menos principal. Así como al igual con los hijos de Jacob, el Señor eligió doce discípulos, a los cuales llamó Apóstoles, también, conforme al número de los santos patriarcas, Abraham, Isaac y Jacob, entre los mismos doce apóstoles, por cierta primacía en el amor y en la virtud, constituyó a tres, que son: San Pedro, Santiago y su hermano Juan en príncipes y columnas de los demás. Porque había dicho por boca de Salomón que tres cuerdas unidas no se rompen fácilmente. A éstos, por lo tanto, como una cuerda compacta impregnada de caridad, con lo cual se ligasen y se conservasen los demás, los hizo maestros y tutores; a ellos les reveló más que a los otros sus secretos; a éstos antes de la resurrección, en la transfiguración, les mostró la gloria de la resurrección; a ellos solamente permitió entrar con él en la casa del Archisinagogo(2), cuando iba a resucitar a la hija de éste.
Cuando ya se iba acercando la hora de su pasión, queriendo dar una prueba de que había tomado carne humana, la cual por nosotros la había tomado, para que los hombres, sintiendo la debilidad de la misma, no desesperasen, en el valle de Gethsemaní, cuando iba a ofrecer la agonía de su muerte a su Padre, a éstos escogió para que lo acompañasen en su oración. Pues si este misterio a todos indistintamente hubiese revelado, entonces o bien se impediría su pasión, o al enterarse de la misma, aun los mismos elegidos se escandalizarían. Por lo tanto, se le ordena a los Apóstoles guardar silencio sobre Cristo; a los que han sido curados, se les prohíbe divulgar su curación; a los demonios se les obliga a guardar silencio sobre el Hijo de Dios. Pues dice el Apóstol: "predicamos la sabiduría de Dios encerrada en el misterio, la cual ninguno de los príncipes de este mundo ha podido conocer". Si la hubiesen conocido, no hubieran crucificado al rey de la gloria. Esto es, nunca hubiesen sido causa de que fuésemos redimidos por la muerte del Señor.
Con razón, pues, reveló sus secretos a los que sabía eran firmes y constantes en su amor; a los que sabía que, llegada la hora, estarían muy lejos de la nota de negligencia en la evangelización del pueblo. Y esto puede ya apreciarse en la vocación de éstos. Fue invitado (a seguir a Jesús) junto al mar de Galilea. Pedro su hermano; Santiago con su hermano. Porque solamente deben juzgarse dignos del ministerio de la predicación, los que están unidos con el prójimo por el amor fraterno, los que no por utilidad terrena, sino por amor solamente movidos, se dan prisa en transmitir a los demás las palabras de la vida. Pedro, al llamamiento del Señor, abandonó la barca y las redes, esto es: todo lo que tenía. Santiago hizo más, no sólo abandonó la barca y las redes, como hizo Pedro, sino que a su propio padre, a quien la ley manda amar y honrar, ante la voz del Señor, también dejó. ¿Qué diré de su madre?. Es cierto que la madre, por su larga y laboriosa obra de educación, por su condición de mujer de la cual es más propio atraer a los hijos con las caricias, que del varón, suele ser más querida de los hijos, que el padre. No obstante, también a ésta Santiago la dejó sin despedirse de ella.
Feliz quebrantador de la Ley, puesto que no prefirió la Ley, al Autor de la misma Ley, como la habían preferido los judíos; ni tampoco dio demasiada importancia al afecto natural, cuando este afecto era opuesto a los derechos del autor de la naturaleza. Sabía, pues, que hay obligación de honrar al padre y de amar a la madre; pero no ignoraba que Dios ha de ser preferido a éstos. Tenía el afecto de un hijo piadoso; pero prevalecía en él la obediencia al Creador. Hay obligación de honrar al padre, a los padres; también debe honrarse al buen prójimo, mas sobre todos se ha de honrar y reverenciar al Dios Creador. Es digno de alabanza San Pedro, porque dejó sus bienes ante el llamamiento del Señor. Pero aún es mayor la alabanza que debemos a Santiago, pues no sólo no obedeció a la ley, sino que por la causa de Dios dejó a un lado el cariño e su padre y de su madre. Pues es preciso que lo humano se posponga a lo divino.
Pues si nos obliga el deber de la piedad para con los padres, ¡cuánto más nos obligará para con el Autor de nuestros padres, a quien se deben dar gracias por nuestros mismo padres!. En este lugar la consideración de una dificultad nos viene a la mente y nos invita a dar una solución.
¿Por qué Jesús que era Dios justo y que pesa en balanza fiel el mérito de todos los hombres, eligió a Pedro, que poco, o casi nada dejó en comparación de Santiago y su hermano Juan, príncipe de los Apóstoles, a pesar de que Santiago y Juan su hermano eran parientes del Salvador en la carne y además muchos más bienes dejaron por el Señor?. Esta dificultad, muchos tratan de resolverla del siguiente modo: Dicen que Pedro amaba más que los demás Apóstoles al Señor; esto si lo prueban, con palabras del Evangelio, sin duda habrá que darles la razón. Pues, ¿qué tiene de particular que Dios hubiera dado el primado sobre los demás Apóstoles, a aquel que había sobrepujado a los otros en la prerrogativa del amor?. Mas si no se confirma con el testimonio del Evangelio, estimamos que es temerario aventurar un juicio sobre el grado de amor de los Apóstoles. Cuando el Señor preguntó a Pedro: "¿Simón, hijo de Juan, me amas más que éstos?". Pedro, cuya presunción había recibido ya una terrible lección contestó: "Señor, tú sabes que te amo". Como si dijera: Sé que te amo con todo mi corazón, como tú aún, mejor que yo, lo sabes, pero ignoro cuánto te aman los demás. Si, pues Pedro lo ignora, ¿quién es el que pretendiendo saber más que el príncipe de los Apóstoles tratará de sostener que Pedro fue el que amó más de los Apóstoles, al Señor?. Dejándonos pues de rodeos, digamos con S. Jerónimo que por su edad les dio por príncipe a San Pedro. Pues Santiago era joven y San Juan casi un niño, Pedro, en cambio, más viejo y de edad madura. El buen maestro, que quería quitar a sus discípulos todo motivo de contienda y les había dicho: "Os doy mi paz, os dejo mi paz", parecía ofrecer un motivo de envidia, si diese a los jóvenes el mando sobre otros más viejos. Nuestro Señor, prudentísimo, nos quiso dar ejemplo, a fin que no osásemos elevar al magisterio de la Santa Iglesia, a quien no hubiese alcanzado una edad adecuada. Pues los jóvenes suelen a veces aparentar devoción para conseguir más de prisa puestos excesivamente elevados. Muchas veces también, aun siendo buenos, por no estar debidamente probados, por efecto del cargo honorífico, tienen lamentables caídas. Cuantas calamidades por este vicio han tenido lugar en nuestra iglesia, no es del caso referir. Por eso José antes de los treinta años no recibió el principado de Egipto, ni San Juan Bautista, "mayor que el cual no surgió entre los nacidos de mujer", antes de los treinta años no comenzó el ministerio de la predicación. Ni Ezequiel, a no ser a la misma edad, mereció el ministerio de hacer profecías, ni el mismo Jesucristo, nuestro Señor, que quiso en sí mismo establecer las costumbres de su iglesia, a no ser a los treinta años, no quiso comenzar la predicación salvadora. Podemos, además añadir que providente el Señor no quiso dar el principado a sus parientes, aunque eran buenos, sobre los demás para que no pareciera que se lo daba, más que por su santidad, por el parentesco. Quería demás ya entonces prevenir contra el abuso de los que dan los cargos eclesiásticos y aun las remuneraciones que se deben a los pobres de espíritu, no por razón de la santidad, sino por el parentesco. Además, Santiago y San Juan, su hermano, movidos aún por apetitos terrenales y deseando la primacía sobre los demás, envían a su madre a solicitarla del Señor; la cual sabían que mucho podía ante él, por su parentesco y por su religiosa vida. Pero el Señor, comprendiendo por sí mismo que muchos valiéndose ya de intrigas propias, ora moviendo a los poderosos de este siglo, se habían de introducir injustamente en los cargos eclesiásticos y queriendo prevenir este peligro para su iglesia, para que no se admitiese a ningún intruso, no les quiso conceder la suprema autoridad. Después de la Ascensión del Señor, ya adoctrinados, no disputan sobre la preeminencia, sino que unánimemente a Santiago, el Justo(3), por su eminente santidad en la cual sobresalía grandemente, le eligen Obispo, enseñándonos que debía ser elevado al gobierno de la Santa Iglesia, el que hubiese adquirido el favor del pueblo por la santidad. Por lo cual S. Clemente Alejandrino, doctor egregio, el libro VI de sus Disposiciones, dice: Pedro, Santiago y Juan, después de la Ascensión del Salvador, aunque a todos por El hubieran sido antepuestos, sin embargo ninguno se apropia la gloria de serlo, sino que Santiago, a quien llamaban el Justo, fue nombrado Obispo de los Apóstoles.
Pues éste ya fue santificado en el vientre de su madre; no bebió vino, ni sidra, el hierro no se aproximó a su cabeza, no se ungió con aceite, ni usó del baño. Por estas razones creemos que está claro por qué el Señor antepuso a San Pedro a Santiago y a su hermano Juan. Hay, además, otro gran misterio: el hecho de que estos tres hayan sido constituidos columnas de los demás.
En ellos están representadas las principales virtudes, fe, esperanza y caridad. En Pedro la fe, por la cual empezamos; en Santiago la esperanza, por la cual nos levantamos, y en San Juan la caridad, por la cual llegamos a la meta. Con razón, pues, tiene el principado San Pedro, porque sin la fe es imposible agradar al Señor. Pero como la fe es inútil, si la concupiscencia de la carne no se refrena y no se expulsa al diablo de la morada del corazón, debidamente le sigue Santiago, cuyo nombre quiere decir suplantador. Pero si conseguimos realizar esto, no debemos atribuirlo a nuestras fuerzas, sino a la divina gracia. Por ello sigue San Juan, cuyo nombre quiere decir gracia de Dios. Y no debemos de pasar en silencio el hecho de que solamente a éstos impuso nombres el Señor. Simón, por la sinceridad de su fe, la cual confesó al ser interrogado por el Señor, fue llamado Pedro. Santiago y Juan, puesto que estaban ligados por vínculos de hermandad de carne y de espíritu, no reciben nombres individualmente, sino en común, por razón de su firmeza en la fe y magnanimidad son llamados Boanerges, esto es: hijos del trueno. ¿Y qué trueno es éste cuyos hijos fueron hechos Santiago y Juan?. Indudablemente, el que retumbó desde la nube sobre Cristo: "Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias". Oh admirable benignidad del Salvador, que convierte las dotes naturales de Santiago y Juan en dones de la gracia. Pues, como habían abandonado al padre carnal, les concedió el tener consigo al padre celestial. Feliz recompensa, pero de ningún modo ajena al Señor, dado que su remuneración siempre es sobreabundante. Ahora, hermanos, veamos cuál es la eficacia del trueno, para que sepamos qué es ser hijo del trueno. Pues no es un don pequeño y fútil el que se da por largueza en la recompensa de Dios sobre todos los demás, a los que dejaron a su padre por el Señor. El trueno hiere las nubes, emite relámpagos, hace temblar la tierra y la riega con la lluvia. Esto, en un sentido figurado, se lo concedió el Señor a Santiago y a San Juan en mayor abundancia que a los demás. Y puesto que Santiago era de más edad, por eso el orden exigía que empezara a tronar el primero. Por tanto, después de la Ascensión del Señor, Santiago, lleno del Espíritu Santo hirió las nubes judaicas con su predicación. Atacó la malicia de los judíos, les echó en cara la dureza de su corazón y confundió su envidia. La malicia, porque debiendo avergonzarse de sus pecados, no sólo no se corregían, sino que perseguían a los que los amonestaban, con odio implacable.
La dureza de corazón, porque siempre, con perversidad natural, no querían entender las promesas del Señor y los claros testimonios de las profecías; es más, se adherían a ciertas fabulosas narraciones en consonancia con su estupidez. La envidia, porque si veían a alguno inspirado por la gracia divina, no solamente rehusaban oírle, sino además lo calumniaban, lo odiaban y en la mayoría de los casos lo atormentaban.
Principalmente les echaba en cara su conducta con Jesucristo, demostrándoles que era el prometido por la ley y los profetas, patentizándoles los beneficios que le debían, y amenazándoles con los eternos tormentos, ya que eran ingratos a tantos beneficios, si no hacían penitencia. Así Santiago tronaba con las amenazas y así enrarecía la densa masa de los pecados. Relampagueaba con milagros, y así iluminaba la mente de los sencillos; derramaba lluvia benéfica cuando regocijaba y confortaba los corazones de los humildes. Explicaba los oráculos de los profetas, los misterios de las Sangradas Escrituras, ensalzaba por todos los medios a Cristo. Eran confundidos los escribas y fariseos, los cuales más bien destruían la ley que la exponían. Confundía a los saduceos, que negaban la resurrección con argumentos engañosos. Confundía sobre todo con razones contundentes a los que crucificaron a Cristo, quienes no sabían qué hacer, ni qué partido tomar. Los vencía con razones, los avergonzaba con los testimonios de autoridad, los confundía con el poder de los milagros.
Vivía en aquella época un mago llamado Hermógenes, quien seducido por las artes del enemigo no cesaba de seducir a los demás. Tenía este mago tanta familiaridad con el enemigo del linaje humano, que más bien parecía que le ordenaba en vez de someterse a sus órdenes. Los judíos, pues, buscan el auxilio de este mago en contra de Santiago; puesto que no podían resistir a sus razones, tratan de sostenerse con los maleficios del mago. Y puesto que este mago estaba dotado de sabiduría profana, de habilidad en realizar falsos milagros, los judíos tratan de emular con medios humanos el trueno de Santiago y de achicar sus milagros con los milagros del mago. Pero Santiago no sólo destruyó los embustes del mago, sino que los milagros que hacía por arte del diablo los anuló y al mago mismo, con un discípulo, convirtió para el Señor. ¡Oh necios de corazón vosotros los judíos que tratasteis de hacer vanos esfuerzos contra el hijo del trueno!. ¿Con qué medio tratáis de obstruir la boca de aquel que se agiganta con los obstáculos?. No se rinde a las amenazas, no se engaña con embustes; si queréis que cesen sus reprensiones, haced disminuir la cantidad de vuestros pecados. Por cierto que no sería terrible para ellos el sonido, si no existiera de su lado un gran cúmulo de densas nubes. Que se esfumen las nubes de vuestros corazones y el temor del trueno perderá su vigor.
Los judíos, pues, después de la victoria y conversión del mago, desesperados ya y no pudiendo sufrir el trueno de Santiago se atraen al rey Herodes, sobradamente inclinado de por sí a los mayores crímenes, por medio del dinero y le mueven a dar muerte a Santiago.
Sobre este Herodes, puesto que aun la opinión de los eruditos tiene dudas acerca de él, por ignorancia de la historia, nos parece conveniente decir quién fue y cuáles fueron sus antepasados. Pues muchos creen que se trata del Tetrarca Herodes, hijo de Herodes el Grande, el que degolló a San Juan Bautista; éstos, indudablemente se engañan por ignorancia de la historia. Pues Herodes el Tetrarca, como refiere la Historia Eclesiástica, tomándolo de Flavio Josefo, castigado de varios modos, últimamente fue condenado al destierro por Gayo César, para toda su vida. En cambio el Herodes que dio muerte a Santiago, como ya diremos en su lugar, terminó sus días reinando. Hay quienes imaginan que fue hijo de Arquelao, cuya opinión fácilmente se rebate, dado que ninguna historia dice que Arquelao tuviera algún hijo, a quien dejase por heredero. Por tanto, dejándonos de opiniones, sigamos la narración histórica verdadera. Dicen las historias que Herodes el Grande, el que dio muerte a los inocentes, tuvo dos hijos de Mariana, que era de estirpe real, llamados Aristóbulo y Alejandro, a los cuales, cuando ya eran adultos, por sospecha de parricidio mandó dar muerte. Mas Aristóbulo dejó un hijo llamado Agripa, a quien Cayo César dio el principado de Judea. San Lucas, Evangelista, por la dignidad real, o más bien por la semejanza con Herodes en la crueldad, le llama Herodes. Este, para probar que heredaba no sólo el reino, sino la crueldad de Herodes, así como Herodes quiso hacer desaparecer a Cristo con la matanza de los inocentes, él, movido por el soborno de parte de los judíos y por su propia perversidad, quiso también borrar el nombre de Cristo con la muerte de los Apóstoles. Degolló, pues, a Santiago, el cual con más ardor y mayor valentía predicaba a Cristo y confundía a los judíos con el testimonio de la Ley y de los Profetas. Santiago, pues, fue el primero de los Apóstoles que obtuvo la corona del martirio, estando próxima la solemnidad de la Pascua, hacia el año undécimo después de la pasión del Señor, el año tercero del Impero de Claudio, como refiere Beda en el comentario sobre los Hechos de los Apóstoles. Viendo, pues, que con la muerte de Santiago se había congraciado con los judíos, determinó prender también a San Pedro, porque éste se distinguía en sus ataques a los judíos. Pero el Señor, conociendo por sí mismo la gran desolación que sobrevendría a su Iglesia, si desaparecían a un mismo tiempo sus dos principales columnas, por su benignidad libró a San Pedro de las manos de Herodes y de la expectación de los judíos, y tampoco dejó pasar mucho tiempo sin vengar la muerte de Santiago, sino que inmediata y terriblemente le vengó. Pues como refiere San Lucas en los Hechos de los Apóstoles, Herodes descendió inmediatamente a Cesárea, para dirigir la palabra al pueblo en la solemnidad de la Pascua y para que éste le aclamase diciendo: "Voces de Dios y no de hombre"; inmediatamente le hirió el ángel del Señor, por no haber dado gloria a Dios, y manando gusanos expiró a los cincuenta y tres años de edad y en el séptimo de su reinado.
Por esto podemos apreciar, hermanos, cuán verdadera es la sentencia de Salomón que dice: El impío cuando descienda a la profundidad de los pecados, desprecia... Herodes, por no refrenar el ardor de la avaricia, no temió el aceptar dinero de parte de los judíos, por asesinar al justo. Por ello se quiso encumbrar tanto, que aceptó los honores divinos que sus aduladores le ofrecían. Con razón, pues, herido por el ángel sucumbió, puesto que ni la preocupación por su salvación, ni el respeto que debía a Santiago, ni la grandeza de Dios le apartaron del crimen. Ahora bien, hermanos amadísimos, veamos en Santiago las maravillas del Señor. Según el orden de armonía y conveniencia sucedió, que el primero en dignidad, fuese el primero en el padecimiento. Y que el primero en la predicación fuese el maestro en el martirio. Fue atrevido en la petición del reino; pero aún fue más atrevido en su adquisición. Antes fue corregido por el Señor, porque sin esfuerzo ambicionaba conseguir el reino; ahora merece ser alabado, puesto que lo ha conseguido por sus virtudes. Era natural que el hijo del trueno conculcase las cosas terrenas, penetrase en los cielos, sirviese de ejemplo a los demás.
Porque cuanto más conoció los secretos el Señor, con tanto mayor ardor que los demás tuvo que imitar él al Señor. Pero aun la petición de su madre de una sede especial en el reino, para sus hijos, no fue en vano, pues como dijo un sabio poeta en los versos del himno en su honor, a Juan le tocó el Asia, que está ala derecha; a Santiago, España, que está a la izquierda en la división de las provincias. Por lo cual Santiago, según es tradición, por su indicación fue trasladado después de su martirio por sus discípulos a España y en la extremidad de Galicia, que ahora se llama Compostela, fue honoríficamente sepultado, no sólo para regir con su patrocinio a los españoles que le habían tocado en suerte, sino por confortarlos con el tesoro de su cuerpo. Regocíjate, España, ensalzada con semejante fulgor; salta de gozo, pues has sido salvada del error de la superstición. Alégrate, ya que por la visita de este huésped dejaste la ferocidad de las bestias y sometiste tu cerviz, antes indómita, al yugo de la humildad de Cristo. Mayores bienes te proporcionó la humildad de Santiago, que la ferocidad de todos tus reyes. Aquélla te levantó hasta el cielo; éstos te hundieron en el abismo. Ellos te mancillaron con el sacrificio a los ídolos; aquélla te purificó, enseñándote el culto al verdadero Dios. Dichosa eres España por la abundancia de muchos bienes; pero eres más dichosa por la presencia de Santiago. Eres feliz, porque en el clima eres semejante al Paraíso; pero eres más dichosa, porque has sido encomendada al paraninfo del cielo. En otro tiempo fuiste célebre por las columnas de Hércules, según las vanas leyendas, mas ahora con más felicidad te apoyas en la columna firmísima de Santiago. Aquéllas, por el error pernicioso de la superstición, te ligaron al diablo; ésta, por su piadosa intercesión, te une a tu criador; aquéllas, como eran de piedra, aumentaban tu obcecación; ésta, puesto que es espiritual, adquirió para ti la gracia saludable.
Nosotros, pues, hermanos amadísimos, al que nos donó tantos bienes démosle gracias, por cuya innata misericordia hemos sido enriquecidos con tan gran tesoro. Celebremos con devoción la festividad de Santiago, e imploremos que su patrocinio no nos falte, con el incienso de piadosas oraciones. Mas el que quiera honrar debidamente esta solemnidad, debe refrenar los apetitos carnales. Que el barro de las pasiones no le manche, que el vaho de la soberbia no le invada. Que no prenda fuego en él la tea de la ira, ni la fiebre de la envidia le atormente. Puesto que es santo aquel a quien celebramos, debe ser limpio también el que celebra. Pues causan náuseas las alabanzas del que en su corazón maquina engaños. Purifiquemos, por tanto, nuestros corazones, para que sean bien acogidas nuestras voces pregoneras. Tratemos de imitarle para que nuestras alabanzas sean aceptables. Por lo cual San Juan Crisóstomo, doctor egregio, dice: Todo el que celebra las glorias de los justos con frecuentes alabanzas, debe imitar la santidad de sus costumbres y su justicia. Pues si alaba debe imitar, o si rehúsa imitar, que cese también de alabar. Pues si alabamos a los santos y a los que han sido fieles, porque en ellos vemos destacar la fe y la justicia, nosotros también podemos llegar a ser lo que actualmente son, si hacemos o que ellos hicieron. Imitemos, pues, a Santiago, y con su imitación y auxilio hagámosnos hijos del trueno. Las nubes de los pecados rompamos con nuestra predicación, no las nutramos con nuestra servil adulación. Que lo terreno no nos sujete, antes bien que tiemble ante la amenaza destructora de nuestra virtud. Reguemos con lluvia saludable los corazones de los humildes y hagamos que los gérmenes de sus virtudes progresen con nuestra exhortación. Indudablemente, si así lo hacemos seremos verdaderos hijos del trueno.
Por cierto que a Santiago no le asustó la crueldad de los judíos; ni le hizo ceder la arrogancia de los fariseos, ni el furor de Herodes, que no tenía límites, le hizo cesar en la predicación. Tampoco a nosotros debe preocuparnos, ni el que los ricos frunzan el entrecejo, ni nos ablanden motivos carnales, ni los tormentos de príncipes crueles nos amedrenten, hasta el punto de cesar, en el deber de la predicación. Imitemos la piedad de Santiago en la curación del paralítico. Imitemos su caridad, para dar una lección de benignidad a nuestros enemigos. Cierto es que Josías le había colocado una cuerda al cuello y le llevaba al juez cruelísimo. Pero luego que vio que un paralítico había sido curado por Santiago, inmediatamente se arrepintió de sus pecados. Y postrándose a los pies de Santiago, obtuvo con sus ruegos el perdón que buscaba. Oh verdadero discípulo de Cristo el que así estuvo dispuesto a perdonar. No castigó a Josías, a pesar de que antes había puesto en él sus manos sacrílegas. Y cosa admirable: consiguió tener como compañero de martirio al que primeramente le había hecho sentir la persecución. He aquí una verdadera mutación de la diestra del Excelso. Así, pues, hermanos, tengamos recíproca caridad, no hagamos daño a nadie; por el contrario, suframos con paciencia las injurias que se nos hagan. Así, pues, hermanos, tengamos recíproca caridad, no hagamos daño a nadie; por el contrario, suframos con paciencia las injurias que se nos hagan. Así, ciertamente seremos imitadores de Santiago, así mereceremos tener tal patrono. Así elevará nuestras oraciones hasta la fuente de la misericordia y con su intercesión las hará eficaces. Con la ayuda de nuestro Señor Jesucristo, quien tiene el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
(1) En el Indice de capítulos que hay al principio del Códice este sermón se atribuye a San Máximo, Obispo; aquí se atribuye a San León. Este Máximo es el obispo de Turín que según San Genadio, en el Catálogo de varones Ilustres, murió en el 420 ab orbe redempto; cuya fecha no parece ser exacta, pues en 451 asiste a un concilio en Milán y en le 461 a otro celebrado en Roma. Escribió panegíricos en honor a los Apóstoles, de San Juan Bautista, de los mártires en general, etc.; en total 118 homilías y 116 sermones. Sus obras en los códices y primeras ediciones, hasta la de Bruno Bruni del 1784, aparecen entre las de San León y San Pedro Crisólogo.
El papa San León, a quién se atribuye este sermón, es indudablemente San León I el Grande, el de los tiempos de Atila y Genserico y a quien atribuye Godofredo de Vendome la invención de los versos leoninos. Nació en el 400 y fué papa desde el 440 al 461.
Entre las obras conservadas de dicho Santo no se encuentra este sermón, ni siquiera como un centón de varios de ellos. Comienza con las palabras "Exultemos in Domino" como tres del Santo: su estilo desdice de los autores del siglo V y al final se observa en él la rima leonina, o sea la rima consonante de la última sílaba del primer hemistiquio del hexámetro con la final del segundo hemistiquio del mismo.
Como esta rima consonántica no se da hasta el siglo X y precisamente en el siglo XI se atribuye por Godofredo Vendome a San León su invención, como la del Canto gregoriano a San Gregorio, la del cursus isidoriense a San Isidoro, de ahí muy de sospechar que a partir de esta fecha se haya hecho la redacción del sermón. Hay otros motivos para creer que no sea en su totalidad ni de San León, ni de San Máximo, a saber: Se supone la devoción a Santiago extendida por todo el mundo; se habla de las visitas a Galicia de todas las partes del mundo; de los asaltos de los bandidos, y de los engaños de que son víctimas en las posadas; se hace una cita de Beda, el Venerable (672-735). Claro está que estos pasajes bien pudieran ser interpolaciones.
La confusión del autor del Códice al atribuirlo en un lugar a San Máximo y en el otro a San León se explica, porque los sermones del primero circulaban en los códices a continuación de los del segundo.(2) Se trata de la resurección de la hija de Jairo (S.Mat. 9, 23-26; S.Marc. 5, 25-42 y S.Luc. 8, 45-46). Cuando diez israelitas libres y mayores de edad se reunían, podían constituir una sinagoga. El que la presidía se llamaba Archisinagogo. Presidía las reuniones y los oficios y concedía la palabra. (3) Se le atribuye a Santiago el Mayor el título de Justo, así como el nombramiento de Obsipo de los demás Apóstoles y el carácter de nazireo o nazareno, que según Jansenio, Toledo, A Lapide, Schanz y Fillion era el nombre de los consagrados al Señor, los cuales no podían cortarse el cabello, ni beber bebidas alcohólicas.
Sin embargo en esto hay una confusión con Santiago, el Menor, hijo de Alfeo, que fué Obispo de Jerusalén, nazareno y apellidado el Justo y autor de la Epístola católica a las doce tribus. Esta confusión entre los dos Santiagos debió ser frecuente en la Edad Media, pues en la reproducción de la obra De ortu et orbitu Patrum se dice: Iacobus filius Zebedaei, frater Ioannis, quartus in ordine, duodecim tribubus, quae sunt in dispersione gentium scripsit, atque Hispaniae et occidentalium locorum gentibus Evangelium praedicavit, et in occasu mundi lucem praedicationis infundit. "Santiago hijo del Zebedeo, hermano de Juan, el cuarto en el orden (de los Apóstoles) escribió a las doce tribus, que están en la dispersión de las gentes, y predicó el Evangelio en España y lugares de Occidente y difundió la luz hasta los confines del mundo". Sin embargo, según otro Códice da otra versión en el Apéndice XX: Jacobus, qui interpretatur Supplantator, filius Zebedaei, frater Joannis Apostoli, arte prius piscator, postea factus est Christi secutor, relinquens rete et navem, secutus est Salvatorem, relicto patre Zebedaeo. Obedivit omnipotenti Deo. Relinquens mare et pisces, factus in mari, id est, in mundo piscator coelestis. Hispanis, et occidentalibus, locis praedicator, et sub Herode gladio caesus occubuit. Según esta versión, no se afirma que fuera Obispo de los Apóstoles, ni que escribiera a las doce tribus; la cual es considerada por Bartolin como más auténtica.
Pues San Isidoro, a quien se atribuye la citada obra De vita et morte Patrum, en el Proemio Veteris et Novi Testamienti, tomo V opp. pag. 178 de la edición Migne dice: Jacobus frater Domini scripsit unam epistolam ad aedificationem Ecclesiae pertinentem, cuius sententiae immensan scientiae claritatem videntur infundere.
Por tanto el autor de la Epístola es Santiago el hermano del Señor, o sea Santiago el Menor, según San Isidoro.
La mayor parte de los escrituristas están de acuerdo en atribuir dicha epístola a Santiago el Menor. Por lo cual vemos que en este pasaje, como en otros, se atribuyen a Santiago, Apóstol de España, cualidades y hechos de Santiago, el Menor y que esto no es un hecho aislado en la Edad Media.